Lo que me toca las entrañas tiene el extraño poder de escabullirse en curvas que ni siquiera existen. Se crean recovecos que no quiero, se convierte, aquello que duele, en humo espeso que riega y baña y rodea el resto de mi experiencia, deja de ser sólido y dejo de verlo nítido y esbelto. No es un fantasma contra el que puedo enfrentarme de lleno, a manos abiertas. Se disipa, se camufla, se disfraza de compañía inseparable para el resto de quehaceres.
Es esa incómoda sensación que siento al despertarme, cuando desayuno y la alegría no viene a mover el café como esas otras mañanas en las que el sol y el azul y elevarme al andar y la frescura o la espontaneidad.
Un sistema de auto protección no elegido, impuesto y repentino, desarticula el comando dolor, lo esparce, lo disemina, es ahora polvo alrededor, residuos nocivos que se cargan la ternura que me traspasaba, quizá, antes de ayer. O la dulzura o el amor con el que veía y percibía el mundo.
Lo que me toca las entrañas es pesado y es molesto, quién querría llevar una piedra en la solapa tirando de ti hacia el fondo del desagüe por el que tantas veces desaparecí. Por eso sin quererlo explota en partículas menos densas. Yo solo quiero, a voluntad, con confianza y sin aspavientos, levantar la sábana del fantasma: nadie se queda, nadie me quiere, nadie viene, nadie me añora. Erguir la lanza y su punzante extremo y encarar con vehemencia ese duelo. Eso es lo que quiero, llevarlo al frente, saber de qué está hecho. También así se disuelve y disgrega pero con la diferencia de que de este modo, sí desaparece.
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