viernes, 12 de abril de 2019

Para que haya un agujero tiene que haber algo alrededor

Tienen los agujeros la peculiaridad de llenarme entera. El vacío de siempre es, paradójicamente, lo que más me pesa y aún así querer caminar suelta. O todo eso del verbo volar que tanto nos ha dado por utilizar. 

Evocan las ideas y los pensamientos a humo límpido y diáfano y parecer, sin embargo, columnas pétreas a las que me aferro como si el mayor de los huracanes me estuviera tirando del pelo. 

El conocimiento no cambia conductas, dice mi psicólogo. Acierta, como siempre, yo nunca me entero. Pasa la mente bailando claqué, vestida de fiesta toda ella, se adueña de mis días y la vida es, de repente, un elogio a la pena, la elegía a cualquier desgracia que le dé por elegir como titular. 

Yo observo el telón abrirse, las cortinas abiertas, un escenario blanco donde poder explayarme y mírame, contraída, pequeña, tan pequeña que parece que voy a desaparecer. Lo peor es que eso nunca sucede. Un montón de átomos girando, no sé cuántos millones de células vivas y esta conciencia utilizando la energía para cosas tan absurdas. Qué desatino, qué disparate de existencia. 

Y nada, escribo. Me gustaría vivir algún minuto, máximo dos, en vuestras cabezas. ¿Hay tantas cuerdas? ¿Hay tanta maraña? ¿Hay espacios, oxígeno, aire limpio? ¿O es como aquí, que a veces las enredaderas, el laberinto y toda esa mierda, se adueñan del antes, del después, del nunca jamás y de cualquier otro instante?

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