Subes por una de las cuestas de esta apabullante montaña rusa; observas el paisaje, la velocidad es lenta, tienes tiempo de admirar, de maravillarte. Es domingo por la mañana. Los domingos la montaña rusa te ofrece sus curvas a manos llenas, bajadas y descensos, la velocidad se mantiene pero el estómago se revuelve y las tripas no se acomodan.
Una llamada de teléfono estalla y zas, eres relámpago, huracán y tornado. Un giro, el viento, el pelo revuelto y sacudida de sesos dentro del cráneo. Cualquier cosa, llámalo trabajo, tareas, prisas, importancias, no queda tiempo, no llegamos, hazlo de manera urgente.
Y el abismo está servido, veloz, sin frenos, ráfagas intermintentes, ¿dónde estaba yo antes?, ¿qué miraba admirada y maravillada?. La vida y sus numerosos guantes. El tacto que era suave y ahora es esparto, la brisa que es ahora tormenta. Y te vapulea y zarandea las entrañas y sus alrededores. El ritmo, la dirección, las cuestas, la cumbre, el final de nuevo un inicio, la línea de salida otra meta y tú, y tú, y tú en medio del bosque, en una ciudad, creyendo que el mar va a salvarte de bordear los raíles, soñando con que el cuerpo descarrile y desaparezca la montaña rusa, el parque de atracciones y esta salvaje feria ambulante.
Oh. La vida con sus prisas en calma.
Con su tranquilidad acelerada.
Con todos sus opuestos explotando a la misma hora.
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