martes, 11 de septiembre de 2018

En el centro del terremoto nada se mueve

Las riendas de todos mis caballos eran de acero. Me quemaban las manos, me herían los dedos, me raspaban el alma. 
Desbocada, la manada recorría los infiernos y en el borde de todos los barrancos, de repente, frenaba. Yo salía disparada; lanzadera de entrañas, vísceras por fuera. Toda yo suelta, deshecha, desmembrada. 

En el aire las cadenas no pesan, la libertad se sirve entre rejas, si no te sostienes tú, los barrotes de la celda se encargan.

Allí, en el epicentro de las emociones los fantasmas siempre me acompañan. Perdida, con las manos ensangrentadas, sin apoyo, sin sustento, volátil y asustada. 

Entonces, siempre aparece el arcoíris. La yegua interna galopando a sus anchas amamantando mis ganas. Es un buen lugar para permanecer justo cuando a ningún lugar perteneces: montada en sus alas, aferrada a ella.