miércoles, 10 de octubre de 2018

Mamá

El otro día, en la cama, antes de dormirme, pensaba en ella. En la suerte que tengo de... Bueno, primero pensé en la suerte de tener una cama y una medio manta que me tapa ahora que empieza a entrar el frío. Seguí sintiendo dentro la gratitud y me acordé de mis padres. Ella. Mi madre. Recordé los momentos del día en los que habíamos hablado y habíamos reído y habíamos comido y cosido y ayudado. Esto último casi siempre es en una sola dirección y, qué casualidad, yo soy la diana. 

Pienso en ella y me emociono. Sus ojos, las gafas, las ojeras marcadas y esa fuerza/potencia mental que ríete tú de los pequeños saltamontes que aprenden lo de 'el poder está dentro de ti' en no sé qué sección de autoayuda. 

No podré vivir cuando ella no esté. Esas cosas se saben. Ya sé que la vida seguirá transitándome, atravesándome, habitándome. Y respiraré. Y ninguno de mis órganos se parará de golpe. Pero créeme cuando te digo que no podré vivir sin ella. Y me la tendré que traer a cada instante y me obligaré a hacer los recuerdos presente. 

El otro día, en la cama, antes de dormirme, también lloré. Por la inmensa suerte de tenerla en frente sin esfuerzos de memoria. Por no tener que cerrar los ojos para verla. Por poder cansarme y estresarme y agobiarme cuando me manda un audio de tres minutos y medio para decirme, justo llegando al final, que no recuerda exactamente qué es lo que me quería decir, que ya si eso, nena, te llamo luego, cuando me acuerde. 

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