sábado, 6 de octubre de 2018

La mujer de verde

Cuando escucho esta canción pienso en 'la esperanza', como si fuese la mujer de verde la que viene a rescatarte cuando estás cayéndote por los acantilados. Pienso en ella, pero ya nunca la escojo como salvación. Caerse es bueno si aprendes a no llamarle caída a aquello que no es más que un tramo de todo este embrollo que nadie sabe que es. Así me va pasando con todo, quito el concepto y experimento observando qué me ocurre y qué siento.

En estos días hay vorágine, cumplo hoy no sé cuántos años y ayer salí en no sé qué periódico. Más allá de lo que se ve, dentro sigo teniendo un depósito lleno de espías. Deambulan, cantan, bailan y también desaparecen para dejarme bailar. Cuando están, yo sigo bailando, solo que ya sabrás tú que cuando la pista de la discoteca está llena, es más difícil explayarse en la danza.

Aún así, salto y canto. Hay un montón de amigos empeñados en felicitarme por las cosas que me están pasando y un ejército de conocidos que se sienten orgullosos ahora. Antes no. Antes, cuando lloraba por las esquinas y respirar era algo que, si hubiera podido elegir, hubiera dejado de hacer, no había orgullo, como si lo que haces pudiera ser premiado, enaltecido, subestimado y agasajado de laureles.

Hagas lo que hagas, Ana, voy a admirarte, me digo. No hay en ello un ápice de peldaño, de pedestal ni de cumbres ascendidas. Cuando lloraba perdida en una cama y lloraba por una esquina del pueblo y lloraba conduciendo y lloraba desolada, aprendí a hacerlo. A quererme. Me abrazaba cuando nadie me veía ni quería verme. Me abracé largo y tendido. Y me escuché.

Ahora me veo defendiendo mi parte más débil cuando los de fuera quieren obviarla. Es curioso, hay quienes la obvian afirmando que menos mal que los malos tiempos han pasado, y hay quienes la siguen viendo, obviando que ahora también río y me descojono y se me salen los dientes de la boca.

Las dos, las ocho, las diecisiete partes que me habitan son tan respetables como las que aún no se han parido. Soy el vacío y el lleno. El depósito, el cerrojo, la llave, el candado. Un junco y una enredadera. Y ambas plantas son sagradas. Y si aparento ser un junco y un día, de repente, me doblo, también así seguiré siendo verde. O marrón. Y si de mis enredaderas he sacado trece millones de viñetas, me alegro por ellas, por la madeja y por el despliegue de arrugas internas.

Soy yo, tanto lo que eres capaz de apreciar al mirarme como aquello que no ves cuando me observas.


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