domingo, 29 de julio de 2018

Soy prescindible para la experiencia

En los aledaños de mis manos siempre hay una línea de horizonte marcando el destino. Alrededor de mí, como humo de rescoldos de chimenea, anidan pequeñas brasas con hambre de vida. ¿Sabes la vida de la que te hablo? Allá lejos, cuando cierro los ojos, parpadean mil millones de moléculas de colores, sedientas, ávidas del vértigo de sentirse vivas y querer, al instante, centellear dándole tonos al negro.  

En medio de todo el aire que entra y zarandea mis pulmones y alimenta mi sangre y mueve un corazón y llena de nutrientes un estómago, en medio siempre están la muerte y sus incertidumbres, el sin sentido de todo este laberinto y la alambrada electrificada rasgando una traquea. 

Hay vestigios de comprensión, hay ínfimas alertas diciéndome que se acabó, que la vida ya está, que soy la muerte esperando, dando rienda, aguantando, aguardando el estrellato. 

Pero ay de lo hermoso de esta existencia pasajera. Ay de los ojos de mi madre brillando, de la respiración del hombre que me acompaña en estas curvas cuando se duerme, ajeno a mis vísceras revueltas, a mi lado. Pero ay del aire saliendo por tu boca, sonando y reconociendo una 'pé', cuando dos labios, arriba, abajo, deciden unirse en el centro. 

Hay huellas en las aceras antes de mi propio paseo. Hay señales en el salpicadero de mi coche, hay un barranco por el que tirarse y un árbol llamándome. Hay una enfermedad invisible que aún nadie ha descubierto. Hay una impronta de desaparición en este mismo instante en el que, desnuda, escribo esto. 

Pero ay del continuo devenir de la experiencia, ay de lo que acontece en el escenario. Del sonido del ventilador, del café cayendo, de la saliva emergiendo. 
Todo. 
Todo. 
Todo aúlla, todo ruge. 
La vida y en medio, siempre la muerte. 
La muerte y en medio, siempre la vida.