martes, 16 de enero de 2018

Negro, como los hospitales

- Cariño, para ir al médico cámbiate la camisa.

Luisa sacó del armario la camisa celeste con ribetes en el cuello. En la consulta suelen esperar casi siempre alrededor de cuarenta minutos y además hoy la hora de la cita es de las conflictivas, muchas personas la piden después de las siete porque para los familiares es mejor no tener que pedir horas libres en el trabajo. 

Juan no quiere saber nada de prendas limpias ni duchas diarias. Si no es por Luisa hace tiempo que hubiera dejado que todas las cosas, además del tumor, se lo hubieran comido a trozos. El surco de moho alrededor del filo del vaso en la mesita, electrocutarse con la manta de calor, las bacterias acumulándose en la cara externa de la piel sin lavar. El tumor hace de Juan lo que las olas a las orillas del mar, vapulearlas, pasar por encima de él una y otra vez moviendo conchas, piedrecitas, ganas, deseos y absurdas normas de seres humanos sanos.

- Llegaremos tarde, arréglate Juan.

Dormir es el mayor placer ahora, pequeñas dosis de la tan temida e innombrable muerte. El doctor Salgado dirá hoy si los marcadores anuncian tregua o si, por el contrario, Juan va a poder dormir en paz sin despertarse nunca. Muerte, muerte, muerte. Juan lo repite sin cesar mientras se mete los zapatos sentado en la cama. Lo repite en silencio porque respeta a Luisa, porque ella odia esa palabra. Cómo me gustaría poder hablarle, llorarle las ganas que tengo de que el doctor Salgado nos lea un número muy alto, que ponga énfasis e ímpetu en la palabra metástasis. 

- Voy llamando al taxi.

Luisa termina de pintarse los labios, coge la carpeta con los informes y mira con ternura a Juan. Si va a descansar, llévatelo cuando quieras, te lo pido Señor. Le abrocha el abrigo y le abre la puerta. Muerte, muerte, muerte, se repite Luisa mientras se montan en el taxi.

- Juan por dios, no te has cambiado la camisa.

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