Les voy a contar la historia de la mujer que no pudo quitarse su disfraz. Es mentira, no les voy a hablar de otra persona, les quiero hablar de mí pero no es fácil hacerlo ni tampoco nada cómodo. Así que ustedes hagan como si yo no fuese yo y sí cualquier otra mujer para que pueda hablar largo, abierto, lento y sin pesar.
La mujer de la que quiero hablarles no sabe ser feliz. El disfraz, es el maldito disfraz. De pequeña le colocaron, nada más nacer, este velo negro transparente, este telón alrededor a través del cual puede mirar el rosa de las rosas, el verde de la esperanza, el carmín de su boca de piñón. Alta, esbelta, siempre con kilos de más rodeando un esqueleto de cristal. Cuando la estructura ósea es frágil, lo mejor es comer para proteger lo que tan fácilmente puede romperse. Aún así, casi siempre estaba rota, traumatólogos, fisioterapeutas, osteópatas y como no, psicólogos para el corazón.
El disfraz, como les decía, la ausentaba del entorno, la escondía del vendaval. Era necesario, imprescindible para respirar. El problema fue cuando al crecer, el velo era más armadura que velo. Había quedado la piel tan apegada a la tela que ni los párpados podían abrirse del todo. Y entre ese cerrado y abierto a través del cual miraba el mundo, pasó lo que pasó.
Que todo estaba desfigurado, difuminado. ¿Qué es la claridad cuando nunca has visto claro? ¿Qué será la nitidez, la lucidez y la transparencia cuando hay un traductor para cada uno de los hechos que acontecen?
El disfraz, entiéndanme, es la experiencia. La memoria. Es el pasado que a cada instante transforma en viejo cualquier nuevo ahora.
Que todo lo tizna de recuerdos, de lo que fue, de lo que pasó, de cómo me comporté, la mujer, me refiero a cómo se comportó la mujer con su velo alrededor.
Les quiero contar también, aunque eso será cualquier otro día, la historia de una mujer en carne viva, sin piel ni velo ni disfraz y de todas las enfermedades que sufrí.